Han transcurrido más de diez años desde que Nelson Mandela, en su condición de Presidente de la República de Sudáfrica, dirigió la palabra a los Jefes de Estado y de Gobierno de la entonces Organización de la Unidad Africana (OUA). En su discurso, Mandela se concentró en uno de los más grandes dilemas que ha enfrentado el mundo desde el final de la guerra fría, a saber, si es admisible la intervención de fuerzas externas en los asuntos internos de un Estado cuando su población civil sufre violaciones de los derechos humanos en gran escala y ese Estado no puede, o no quiere, cumplir su responsabilidad de proteger a su propio pueblo. Aunque el mensaje iba dirigido a los presentes en Ouagadougou, su esencia puede extenderse a toda la comunidad internacional.
Con la caída de la cortina de hierro y el final de la guerra fría, la dinámica de la política internacional comenzó a experimentar una serie de cambios. La clásica guerra entre Estados se convirtió gradualmente en una serie de conflictos caracterizados por ataques constantes contra civiles no combatientes dentro de los Estados, sin fronteras claras ni respeto por el derecho internacional, en los que la violencia daba por resultado el desplazamiento de miles de personas todos los años. Los conflictos internos y regionales incluían a diferentes tipos de actores, privaban a las personas de sus derechos humanos básicos y ponían en riesgo las vidas de los más vulnerables. Con el paso del tiempo, y con los trágicos acontecimientos ocurridos en Somalia, Rwanda, Bosnia y Kosovo grabados en la mente de las personas, se pusieron en tela de juicio algunos de los pilares principales del sistema de Wesfalia, y con ellos el principio de la soberanía y la no injerencia.
Procurando apartarse de la polémica noción del droit d'ingérence del decenio de 1990, la norma de la responsabilidad de proteger intentó replantear la cuestión en términos de responsabilidad y protección y no del derecho a intervenir. La perspectiva era que no se siguiera considerando, como en el pasado, que el hecho de que un Estado dejara de proteger a sus ciudadanos era un asunto que a nadie incumbía, sino que se viera como un motivo de preocupación del mundo entero; era una respuesta muy directa al mensaje de "nunca más". Durante la Cumbre Mundial de las Naciones Unidas de 2005, los líderes mundiales acordaron una interpretación restrictiva y estrecha de la responsabilidad de proteger, basada en el informe sobre esta norma preparado por la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados. En el informe se declaraba que cada Estado tenía la responsabilidad de proteger a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. También se señalaba que la comunidad internacional estaba dispuesta a tomar medidas colectivas por conducto del Consejo de Seguridad y de conformidad con la Carta, según las circunstancias de cada caso y de manera oportuna y decisiva. Se hacía mucho hincapié en la importancia de la prevención de los conflictos y en que los Estados prestaran asistencia a otros Estados en que hubiera situaciones de tensión antes de que estallara una crisis o un conflicto. En 2006 el Consejo de Seguridad reafirmó esas disposiciones al aprobar su resolución 1674, sobre la protección de los civiles en los conflictos armados, y su resolución 1706, sobre el despliegue de una fuerza de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz en Darfur (Sudán).
La formulación de la norma de la responsabilidad de proteger fue el punto de partida de la voluntad de la comunidad internacional de prevenir y detener las atrocidades en gran escala. Sin embargo, constituye una labor en curso y, como tal, ha venido enfrentando numerosas dificultades derivadas de la tradicional tirantez existente entre las obligaciones de protección por una parte, enraizadas en el derecho internacional, y las percepciones tradicionales de la seguridad por otra, que están vinculadas con los principios de la soberanía de los Estados y la no injerencia. El dilema actual radica en la forma en que el Consejo de Seguridad vinculará sus resoluciones y mandatos, en extremo ambiciosos, con la realidad sobre el terreno. En términos generales, el personal de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas destacado actualmente en escenarios en que es aplicable la responsabilidad de proteger, no dispone de orientaciones ni de recursos suficientes para proteger a los civiles que están en peligro inminente; lo mismo ocurre con aquellos que podrían verse expuestos a las mismas amenazas o riesgos en un futuro cercano y necesitan la aplicación de medidas preventivas para evitar un ataque directo. Además, raras veces ese personal está equipado para prevenir el estallido de atrocidades; más bien luchan contra la violencia cuando esta aparece. En Darfur aprendí de primera mano que el personal de mantenimiento de la paz suele estar inseguro de su papel en las actividades de protección, y se pregunta qué entraña exactamente esa protección de los civiles. Otra cuestión delicada para el personal desplegado sobre el terreno, ya se trate de soldados, civiles o policías, es el plan de acción de la misión con respecto a las fuerzas del gobierno del país anfitrión -sobre quién recae en primer lugar la responsabilidad de proteger- cuando esas fuerzas representan una amenaza para los civiles, como en el caso de Darfur (Sudán).
Es innegable que se han realizado avances en el marco de las Naciones Unidas, pero también es indispensable aclarar cómo percibe e interpreta la protección el personal desplegado sobre el terreno, los hombres y mujeres que arriesgan la vida a diario tratando de proteger vidas humanas. Algo similar y de igual importancia es la necesidad urgente de proporcionar directrices estratégicas claras a todos los componentes de las misiones de las Naciones Unidas para garantizar que las tareas de protección comprendidas en su mandato se traduzcan en medidas concretas de cumplimiento de la responsabilidad de proteger. Debe prestarse especial atención a los militares y los policías, que requieren instrucciones aún más precisas porque están al frente de esas actividades de protección. En realidad, las respuestas y los escenarios vinculados con la responsabilidad de proteger deben concebirse al inicio del proceso de formulación del mandato de la misión, y no aguardar a que la misión esté en pleno funcionamiento.
Hoy día el escenario político internacional nos da impulso para poner en práctica todos los mecanismos que las Naciones Unidas y sus asociados puedan ofrecer. Los diplomáticos, los políticos, los académicos, los funcionarios de las Naciones Unidas y los miembros de la sociedad civil deben tener presente en qué consiste la responsabilidad de proteger y qué pretende conseguirse con su aplicación. Debe ser, sin lugar a dudas, algo más que una etiqueta utilizada para salvaguardar los intereses de unos pocos países. De hecho, la responsabilidad de proteger puede servir de instrumento para la prevención y solución de conflictos. Los profesionales y los políticos deben verla no solo como un nuevo concepto, sino como un marco de acción dirigido a prevenir las atrocidades en el futuro, es decir, como una oportunidad para demostrar el verdadero valor de este importante compromiso internacional y traducir en actos todo lo que la comunidad internacional ha venido afirmando durante los dos últimos decenios.
Por consiguiente, las Naciones Unidas deberían concentrar sus esfuerzos en la elaboración de una matriz general dirigida a establecer un marco para escenarios de aplicación de este principio. No se trata de redefinir conceptos existentes ni de recalcar su importancia. La responsabilidad de proteger a la población civil es una prioridad y un desafío, y debe ser un principio fundamental de las Naciones Unidas.
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