1 septiembre 2007

El sistema penitenciario actual de los Estados Unidos es un leviatán sin parangón en la historia de la humanidad. Nunca antes un país supuestamente libre ha negado la libertad básica a tantos de sus ciudadanos. En diciembre de 2006 había aproximadamente 2,25 millones de presos en los casi 5.000 centros penitenciarios y cárceles que salpican los paisajes urbanos y rurales del país. Según un informe de 2005 del Centro Internacional de Estudios Penitenciarios de Londres, los Estados Unidos-- que constituyen la veinteava parte de la población mundial --albergan a la cuarta parte de los presos del mundo. La tasa de encarcelamiento de los Estados Unidos (que ahora asciende a 714 presos por cada 100.000 habitantes) es superior en casi un 40% a la de los tres países que le siguen (las Bahamas, Belarús y la Federación de Rusia). Otras democracias industriales, algunas con considerables problemas de delincuencia, son mucho menos punitivas: la tasa de encarcelamiento de los Estados Unidos es 6,2 veces superior a la del Canadá; 7,8 veces superior a la de Francia; y 12,3 veces superior a la del Japón. Los Estados Unidos gastan aproximadamente 200.000 millones de dólares anuales en las fuerzas del orden y la administración penitenciaria a todos los niveles de gobierno. En dólares constantes, esta cifra se ha cuadruplicado a lo largo del último cuarto de siglo.

Un tercio de los reclusos de las cárceles estatales son delincuentes violentos, condenados por homicidio, violación o robo; pero los otros dos tercios son fundamentalmente personas que han cometido delitos contra la propiedad y relacionados con las drogas. Existe una desproporción en el estrato social de los presos, que provienen de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Los reclusos de las prisiones estatales tienen, como promedio, menos de 11 años de estudios y, de manera totalmente desproporcionada, son de tez morena y cobriza.

Hay quienes arguyen que este enorme incremento en las encarcelaciones refleja el éxito de una política pública racional: ante un acuciante problema social, los estadounidenses respondieron con encarcelaciones y lograron reducir las tasas de delincuencia. En efecto, las tasas de delincuencia se han reducido de manera espectacular desde que alcanzaron su máximo a principios del decenio de 1990, y el aumento de las encarcelaciones parece haber contribuido en parte a ello. ¿Pero en qué medida? Las estimaciones de la parte de la reducción de los delitos violentos observada en los años noventa que puede atribuirse al auge de las encarcelaciones varían entre el 5% y el 25% (esto es, como mucho, la cuarta parte de la disminución reciente de la delincuencia puede explicarse por el aumento de las encarcelaciones). Sea cual sea la cifra concreta, hoy en día los analistas de todas las tendencias políticas están de acuerdo en que hace tiempo que hemos entrado en la etapa de rendimientos decrecientes.

Las tasas de encarcelamiento han seguido aumentando, mientras que las tasas de delincuencia se han reducido, por la sencilla razón de que la justicia penal de los Estados Unidos se ha vuelto mucho más punitiva. La nación ha tomado la decisión colectiva de castigar a los delincuentes con mayor severidad. Así, entre 1980 y 2001, la probabilidad de que alguien fuera detenido a raíz de una denuncia penal permaneció constante, apenas por debajo del 50%. Sin embargo, en ese mismo período de tiempo, la probabilidad de que una detención terminara en prisión aumentó en más del doble, pasando del 13% al 28%. Como consecuencia, la tasa de encarcelamiento por delitos violentos prácticamente se triplicó, a pesar de una marcada reducción en los niveles de violencia. Las tasas de encarcelamiento por delitos no violentos y delitos relacionados con drogas aumentaron aún más: entre 1980 y 1997, el número de personas encarceladas por delitos no violentos se triplicó, y el número de presos por delitos relacionados con drogas se multiplicó por once.

Ciertamente, en los Estados Unidos, al igual que en cualquier otra sociedad, el orden público se mantiene por medio de la amenaza y el uso de la fuerza. Vivimos bien en parte gracias a que estamos protegidos por las fuerzas de la ley y el orden, que mantienen a raya a los transgresores. Sin embargo, en esta sociedad-- casi como en ninguna otra --quienes más sienten el peso de la ley pertenecen en cantidades muy desproporcionadas a grupos raciales históricamente marginados. En los Estados Unidos, crimen y castigo son de color. La disparidad racial en las tasas de encarcelamiento es mayor que en cualquier otra de las grandes esferas de la vida social del país: con un valor de ocho a uno, la proporción de negros a blancos en las tasas de encarcelamiento hace parecer pequeña la proporción de dos a uno en las tasas de desempleo, la de tres a uno en el número de nacimientos fuera del matrimonio, la de dos a uno en las tasas de mortalidad infantil, y la de uno a cinco en los patrimonios netos. En 2000, 3 de cada 200 jóvenes blancos estaban encarcelados, mientras que entre los jóvenes negros la proporción era 1 de cada 9. Es más probable que un hombre negro residente en el estado de California acabe en una prisión estatal que en una universidad pública.

La escandalosa verdad es que, en los Estados Unidos, la policía y el aparato penal son hoy en día el principal punto de contacto entre los hombres de raza negra y el Estado. En un día cualquiera de 2000, la tercera parte de los hombres negros de entre 20 y 40 años que no habían completado la enseñanza secundaria estaba entre rejas, menos del 3% pertenecía a un sindicato, y menos de la cuarta parte estaba inscrito en algún tipo de programa social. Para estos jóvenes, "coacción" es el significado más evidente de la palabra "gobierno". El sociólogo Bruce Western estima que casi el 60% de los desertores escolares varones de raza negra nacidos entre 1965 y 1969 fueron condenados al menos una vez a prisión por delitos graves antes de cumplir los 35 años.

Este giro punitivo de la política social de la nación-- íntimamente ligado a la retórica pública sobre responsabilidad, dependencia, higiene social y reimposición del orden público --sólo se puede captar plenamente si se observa sobre el trasfondo de la historia racial de los Estados Unidos, con frecuencia violenta y llena de horrores. La resonancia histórica entre el estigma de la raza y el estigma de la prisión sirve para mantener vivos en la cultura estadounidense los significados sociales de subordinación que siempre se han asociado a ser negro. Las sutiles, y no tan sutiles, consecuencias de la historia de las relaciones raciales en los Estados Unidos ayudan a explicar la excepcionalidad de este país con respecto a las demás sociedades industriales democráticas en lo referente a la severidad y el alcance de su política punitiva y a la escasez de instituciones de bienestar social. La raza fue un factor central que influyó en la evolución de la política social del país en el último tercio del siglo XX.

En una disertación que acaba de terminar, la politóloga Vesla Mae Weaver examina la historia de las políticas, la opinión pública y los procesos mediáticos en un intento por comprender la función que desempeña la raza en esta transformación histórica de la justicia penal. Weaver argumenta-- de manera convincente, creo yo --que el giro punitivo fue una respuesta política al éxito del movimiento en pro de los derechos civiles. La politóloga describe un proceso de "contragolpe" en el cual los enemigos de la revolución de los derechos civiles pretendieron sacar ventaja suscitando otra cuestión. En vez de reaccionar directamente a los cambios en la esfera de los derechos civiles y, de este modo, seguir peleando una batalla que ya habían perdido, desviaron la atención del público de la reivindicación política de la igualdad entre las razas hacia una preocupación por la delincuencia aparentemente neutral desde el punto de vista racial. Veamos cómo:
Una vez aflojada la tenaza de la segregación racial, los enemigos de los avances en materia de derechos civiles cambiaron el "punto de ataque" introduciendo el problema de la delincuencia en el debate. Mediante el proceso de contragolpe, calificaron de delito la discordia racial y afirmaron que la legislación de lucha contra la delincuencia sería la panacea que acabaría con los disturbios raciales. Esta estrategia tiñó de color la delincuencia y despolitizó el conflicto racial, una fórmula que cerró el paso a otros enfoques anteriores basados en "causas profundas". Amalgamando la preocupación por la delincuencia y la preocupación por los cambios y las revueltas raciales, los disturbios raciales y los relacionados con la lucha por los derechos civiles-- que inicialmente se habían definido como un problema de privación del derecho al voto a las minorías --se calificaron como un problema de delincuencia, lo cual contribuyó a desviar el debate de la reforma social para centrarlo en el castigo.
Consideremos pues al casi 60% de varones de raza negra nacidos a finales del decenio de 1960, que abandonaron la escuela antes de terminar la enseñanza secundaria y fueron encarcelados antes de cumplir los 40 años. En el tiempo que pasan encerrados, estos delincuentes quedan estigmatizados; se trastocan sus vínculos con la familia; se reducen sus oportunidades de empleo; y es posible que su derecho al voto quede revocado de manera permanente. Sufren la excomunión cívica. El fervor de los Estados Unidos por la disciplina social relega a estos hombres a una casta inferior de por vida. Y sin embargo, dado que estos hombres-- con independencia de sus deficiencias --tienen necesidades emocionales, entre ellas la necesidad de ser padres, amantes y maridos, estamos creando una situación en que es muy probable que los hijos de esta "infracasta" se sumen a una nueva generación de intocables. Este círculo no se romperá mientras la encarcelación se considere la vía principal hacia la higiene social.

La excepcional multiplicación de las cárceles ocurrida en los Estados Unidos a lo largo de los últimos 35 años no se puede considerar sin calcular los enormes costes que supone para los presos, sus familias y sus comunidades. Se trata de una cuestión de moralidad-- no de higiene --social. La ciencia social tampoco puede indicarnos qué proporción de los costes adicionales que soporta la clase delincuente está justificada para lograr un aumento dado de la seguridad material o la tranquilidad para el resto de nosotros. Estas preguntas sobre la naturaleza del Estado en los Estados Unidos y sobre la relación entre el Estado y su pueblo trascienden las categorías de costes y beneficios.

Sin embargo, el debate en torno a la política punitiva pasa invariablemente por alto la humanidad de los ladrones, los vendedores de drogas, las prostitutas, los violadores y sí, de aquellos que mueren ejecutados por el Estado. No concede importancia suficiente al bienestar y a la humanidad de quienes están vinculados a los delincuentes por redes de filiación social o psicológica. Es más, en los Estados Unidos, los mecanismos institucionales para ocuparse de los delincuentes han evolucionado para servir a fines tanto expresivos como instrumentales. Queríamos "enviar un mensaje" y lo hemos hecho con creces. Y en este proceso, no sólo hemos creado hechos, también hemos construido una narrativa nacional para la asignación de culpas. Hemos creado chivos expiatorios y apaciguado nuestros miedos. Nos hemos enfrentado al enemigo, y el enemigo son ellos, los otros.

La encarcelación los mantiene alejados de nosotros. El sociólogo David Garland escribe que, en la actualidad, la cárcel se utiliza como una suerte de reserva, una zona de cuarentena en que se segrega a las personas presuntamente peligrosas en nombre de la seguridad pública. Esta situación es extremadamente problemática desde el punto de vista moral. Los estadounidenses hemos optado por invertir en el castigo, pero no en el desarrollo humano. Nuestra sociedad crea condiciones que propician la delincuencia en nuestros restos guetos urbanos, y luego celebra rituales de castigo, como una horrible suerte de sacrificio humano. Por vía de nuestros representantes elegidos, los estadounidenses de clase media que respetamos las leyes hemos tomado decisiones sobre política social que nos benefician, creadas sobre la base de un sistema de sufrimiento, enraizado en la violencia de Estado.

Esta situación plantea un problema moral que los estadounidenses no podemos eludir. No podemos pretender que hay problemas más importantes en nuestra sociedad, salvo que también estemos dispuestos a admitir que hemos vuelto la espalda al ideal de igualdad para todos los ciudadanos y que hemos abandonado los principios de justicia. Deberíamos estar haciéndonos la pregunta fundamental: ¿qué obligaciones tenemos para con nuestros conciudadanos, incluso para con aquellos que infringen nuestras leyes?

Para ayudarnos a reflexionar sobre las dimensiones morales de la situación actual, quisiera sugerir un experimento mental: imaginemos, siguiendo el espíritu del filósofo político John Rawls, que cualquiera de nosotros pudiera ocupar cualquier puesto en la jerarquía social. Seré más concreto: imagine que usted podría haber nacido en los Estados Unidos siendo un varón de raza negra, un paria que deambula entre la cárcel y el mundo laboral, de camino hacia una muerte prematura, mientras lo tildan a coro de negro sucio, de delincuente o de idiota. ¿Qué normas sociales escogeríamos si pensáramos que ésos podríamos ser nosotros? Si cualquiera de nosotros tuviera una posibilidad real de ser uno de esos rostros que miran desde el fondo del pozo, de ser el más mínimo de la sociedad, ¿cómo hablaríamos públicamente de quienes incumplen nuestras leyes? ¿Qué haríamos con los menores descarriados, que deambulan por las calles con armas de fuego y en ocasiones cometen actos violentos? ¿Qué importancia concederíamos a los diversos elementos en el cálculo de la disuasión, el castigo, la incapacitación y la rehabilitación si pensáramos que ese cálculo podría terminar aplicándose a nuestros hijos, o incluso a nosotros mismos? ¿Cómo distribuiríamos la culpa y asignaríamos la responsabilidad de las patologías culturales y sociales que se observan en algunos sectores de nuestra sociedad si pensáramos que bien podríamos nosotros haber nacido en esos márgenes sociales donde florece la patología? Supongo que seguiríamos optando por un conjunto de instituciones punitivas para contener la mala conducta y proteger a la sociedad. Pero, ¿no optaríamos acaso por disposiciones que respetaran la humanidad de cada persona, así como de quienes están unidos a ellos por lazos de filiación social o psicológica?

Además, continuando con el experimento mental, ¿acaso no reconoceríamos también un cierto tipo de responsabilidad social, incluso en el caso de actos contrarios a la ley cometidos voluntariamente? No pretendo con esto afirmar que las personas cometen delitos porque no les queda otro remedio, ni que las "causas profundas" del delito sean sociales; el individuo siempre tiene opciones entre las cuales puede elegir. Lo que quiero decir es que la sociedad en general participa en las decisiones que toma una persona porque ha consentido-- y tal vez incluso apoyado activamente, por medio de nuestros impuestos, y de nuestros votos, palabras y acciones --los mecanismos sociales que funcionan en beneficio nuestro, pero en detrimento de esa persona. Estos mecanismos discriminatorios conforman su conciencia y su sentido de identidad de tal manera que las decisiones que toma, que podemos condenar, a él le resultan lógicas: una respuesta perfectamente comprensible ante las circunstancias. Las estructuras sociales cerradas y delimitadas-- como los guetos urbanos marcados por la homogeneidad racial --crean contextos en que surgen formas culturales "patológicas" y "disfuncionales"; pero estas formas no son ni intrínsecas a las personas atrapadas en estas estructuras ni independientes del comportamiento de quienes se hallan fuera de ellas.

Cuando responsabilizamos a alguien de su conducta-- estableciendo leyes, invirtiendo en su aplicación, y relegando a algunos individuos a las cárceles --también tenemos que pensar si hemos hecho lo que nos corresponde para garantizar que todos tengamos unas oportunidades aceptables para lograr una buena vida. Debemos preguntarnos si, como sociedad, hemos cumplido nuestra responsabilidad colectiva de garantizar condiciones justas para todos, para cada vida que podría resultar ser la nuestra. ¿Y quién de nosotros puede decir con sinceridad que tenemos leyes y políticas que aprobaríamos si no conociéramos nuestra situación y consideráramos de verdad la posibilidad de que podríamos ser los menos favorecidos?

En los Estados Unidos, demasiados son incapaces de comprender que, por la escasez de instituciones de asistencia social en nuestro país, tenemos, como sociedad, la responsabilidad colectiva de haber creado las condiciones que generan los actos individuales contrarios a la ley. Como consecuencia, la enorme disparidad racial existente en la imposición de la exclusión social, la excomunión cívica y la deshonra de por vida parece haberse vuelto legítima. Ponemos toda la responsabilidad sobre los hombros de los otros, simplemente negando de forma irresponsable-- de hecho, de forma inmoral --la nuestra. Y sin embargo, toda esta dinámica hunde sus raíces en actos injustos del pasado cometidos por motivos raciales.

La creación de una casta inferior definida en términos raciales mediante la aplicación en apariencia neutral de la ley debería resultar profundamente ofensiva para nuestra sensibilidad ética, para los principios que con orgullo proclamamos como nuestros, de una nación concebida en libertad y dedicada a la proposición de que todas las personas han sido creadas iguales. En la actualidad, la encarcelación masiva se ha convertido en el principal vehículo para la reproducción de la jerarquía racial en la sociedad estadounidense. Los encargados de la formulación de las políticas de nuestro país deben hacer algo al respecto. Y todos los estadounidenses tenemos, en última instancia, la responsabilidad de asegurarnos de que lo hagan.

Adaptado de "Why Are So Many Americans in Prison? Race and the Transformation of Criminal Justice", Boston Review, julio/agosto de 2007.

 

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